Como la mirada era limpia fue imposible que se anudara, a pesar de que otras afilaban esa intención.

Rocié con niebla la mañana porque noté que el sol llegaría con retraso ese día.

Incluso apoyado sobre un solo pie no pierdo el equilibrio. Solo cuando yo lo decida dejaré que el viento arrastre hasta mi última huella, no antes.

Como sombra elegí un arbusto que pronto será árbol. A pesar de que las siluetas no coinciden hasta ahora he pasado desapercibido, que de eso se trata.

Llegué a tener tantos ojos que, por saturación, llegó a establecerse un tupido paño de seda sobre lo que parecía la realidad.

Espejarse desde un lago no es más que contribuir, una vez más, a la expansión de un espacio que parece desinflarse.

La sombra del arce acaricié mientras un sol perezoso intentaba esquivar el hambriento horizonte.

Lo que me pareció una densa niebla no fue más que otro más de mis espejismos.

Eché mi mirada con la única intención de contribuir a levantar todo cuanto creí ver.

Cuando creo que estoy muy abajo es cuando puedo extender mis alas y gozar de ese vuelo que nunca antes emprendí.

A veces vuelo a ras de agua, otras sumerjo mi cabeza en ella, pero nunca la abandono: Es ahí, en cada una de sus gotas, donde empieza el infinito.

Creí que sólo había tres horizontes, pero, luego, encontré otros tres. Desde entonces soy coleccionista de horizontes.

Subí a lo más alto con tal de poder recoger estrellas en mi cesta de mimbre. Ahora ya solo me falta empinarme.

Extender mi alas y dejarme llevar es mucho más brillante que el diamante que dejé caer.

Mientras no se enrede la mirada cualquier sendero podrás convertir en camino.

Y como tejer es otra opción, deshojar margaritas solo lo hago en primavera; en otoño, veo cómo cae la hoja dorada; en invierno, el copo de nieve; en verano, la tarde; Y, mientras tanto, atrapo el tiempo que infroctuosamente intenta escapar.

De un ramillete de moléculas invisibles brota la vida, espectáculo de mágia sin tramoya.

Un sólo ojo me basta para anudar cuanto construyo con mi mirada; el otro, lo anclo al no saber.

Como creí que una brizna de nada nubló mi ojo derecho, hice replicas del otro hasta conseguir mirar sin llegar a ver. mirar

Apoyado en una mirada contenida, gobernada, a cada instante, por unas fieles riendas, pude cruzar la jungla sin que tan siquiera aquella rana saltase al agua cuando pasé junto a ella.

Parecían espinas tan reales que incluso goteaba el dolor cuando en ellas creías apoyarte. Por ello que opté por no verlas, aunque tampoco me importó mirarlas: ¡eran tan dóciles!

Osó desafiarme esgrimiendo su afilada arma, pero como no disponía de otro recurso para la batalla soplé y todo aquel aparatoso guerrero desapareció envuelto en una huida que no dejó rastro.

Sí, día tras día, aunque la lluvia apenas dejaba espacio para entrecruzar un rayo de sol, tomé aquel espacio para envolver los siguientes días. Convencido de que la eternidad no deja rastro de humedad sobre mi piel, allí sigo contemplando cómo caen estos racimos de agua.

Una espiga de silencio prendí de mi solapa para escuchar la abundancia de estímulos que me rodeaban: desde el agudo rojo hasta la indecisa gota de agua sobre la acícula del pino.

Se alinearon solamente aquellos que no se cuestionaban si existían más ventanales por donde mirar.

Y como la luz era una guía segura, todos la utilizaron como Norte para trazar el camino.

Una brizna de silencio fue suficiente para anegar aquel instante de color rojizo.

Me di cuenta de que los mejores ramos de sabiduría se podrían recoger en el bosque, solamente allí.

Cambié mi sombrero de copa por un trozo de azul cielo e inmediatamente mi vista alcanzó el tercer horizonte.

El soplo fue tan suave que hasta la hoja otoñal que caía lo ignoró, no así aquel hongo habitable.

Cuando creí no ver nada un racimo de luz coronó la sombra, desde entonces mi aliada.

Dos miradas sobre la sementera bastaron para hacer brotar tanto como quise.

Aún me pregunto por qué nadie abrió la puerta mientras dormitaba la aldaba.

Entre mis dedos creí tener tal cúmulo de nada que espanté, una y mil veces, la felicidad, la que siempre intentó apoyarse en mi hombro

Llovieron tantos paraguas que ni una gota de agua pudo evaporarse para compersar el esfuerzo de la nube.

Una nube dejó caer una gota, toda su fortuna, suficiente para levantar toda la pátina hasta descubrir los tonos grisáceos que ocultaba la fé derramada.

Empuje tanto mi intención que conseguí doblar el camino por el que paseaba

Y como quisimos colores diferentes derrochamos el tiempo cuestionándolo

Incluso el árbol que surgió de mi mirada colaboró, sin pretenderlo, a levantar tanto como nos envolvía: un aténtico milagro.

Sé de un faro que acumula tanta luz durante el día que allí no crece la noche, no así las estrellas.